La cultura de un pueblo es como un delicado tejido en el que la trama fueran las instituciones (Universidades, Centros de investigación, Academias, &c.) y la urdimbre los hombres con vocación intelectual y facultad creadora. Cada uno de estos dos elementos tiene, dentro del complejo total, un papel y una importancia peculiarísimos, de tal modo que nunca se pueden sustituir mutuamente. Una cultura se empobrecerá por falla de uno o de otro, por ausencia de instituciones que le den sustrato material, continuidad y resonancia, o por ausencia de hombres creadores, para quienes el ejercicio de la inteligencia o de la sensibilidad artística sea algo consustancial con sus vidas.
Unas ramas culturales –por ejemplo, las ciencias biológicas– exigen esta colaboración de hombres e instituciones en grado muy alto, y otras –por ejemplo, la literatura y las artes– la exigen en grado menor, e incluso pueden resultar perjudicadas cuando el Estado o el clima social tratan forzadamente de imponerla. Recordemos los antiguos excesos del arte académico o del preceptismo escolástico, argollas puestas muchas veces en el libre despliegue creador.
Ahora bien, esta obligada colaboración de elementos suele escorar en nuestros días hacia el costado de una institucionalización exagerada, haciéndonos olvidar el principio obvio –una especie de huevo de Colón– de que en la cultura lo primero es el hombre, con su cerebro y su corazón, y lo segundo las organizaciones, con sus ficheros y sus máquinas de escribir. Si atendemos al origen, donde las cosas se daban clara y espontáneamente, no puede cabernos sobre esto ninguna duda. La Universidad, institución magna de la cultura occidental, no surge de la cabeza de un Pontífice o de un Rey como entelequia a priori, sino que es floración de un clima cultural determinado, que impone su existencia y mueve el brazo ejecutor.
La cultura excesivamente institucionalizada –esto es, constreñida a organización cultural– siempre tiene un triste aire de jaula sin pájaro, de armazón sin vida. Y la visión de esta realidad hace surgir en el espectador inteligente una de dos actitudes: o bien una actitud de condena total, cuando a la perspicacia se alían la mala intención y el despecho, o bien una actitud de condena parcial y mesurada. En el primer caso, al ver la jaula vacía de pájaros, el espectador condena la construcción de la jaula. En el segundo caso, ante la constatación del mismo vacío, alaba y pone acaso por las nubes la construcción de la jaula y condena la ausencia de pájaros, la miopía por la cual se sobrevalora la jaula vacía y se cree que con ella todo está logrado.
Huelga decir que esta segunda actitud es la única admisible y la única que puede servir de punto de partido para una crítica que sea leal y patriótica colaboración. La primera es la de los ciegos y los resentidos, la de los que creen que la cultura es sólo espiritado individualismo o tarea de un clan disidente. La segunda es la de los que sintiendo en lo hondo de la carne el dolor de España y el trance de magnífica regeneración que desde hace diez años atravesamos quisieran borrar toda concepción estrecha de las cosas y toda artificiosidad, aun bien intencionada, para que la obra fuera en todo momento digna de sus cimientos heroicos. Es, por tanto, una actitud típicamente juvenil –esto es, de gentes capaces de asimilar los principios, pero no solidarias de cuanto en su desarrollo haya habido de imperfecto.
La exaltación de lo institucional sobre lo humano en todas parles produce mulas consecuencias, pero en el campo cultural puede llegar a producir situaciones graves. Por de pronto, las instituciones aseguran la persistencia perfecta de una fachada exterior; una fachada de revistas, bibliotecas, nomenclaturas más o menos complicadas, títulos, &c., «cuya altura y módulo tiene que adaptarse, forzándose a veces, el contenido interior. Esto, hasta cierto punto, es una inconmensurable ventaja –la ventaja del estímulo y de los cauces previos para hacer brotar y correr más fácilmente la corriente cultural–; pero desde cierto punto –todo es cuestión de límites prudenciales– es un inconmensurable inconveniente. Para adaptarse al cauce previo, el río se ensancha, pierde profundidad y dejo de correr, adquiriendo una peligrosa vocación de pantano. Y es que con la cultura no se puede nunca jugar. Hija palpitante como es de cada época histórica y de cada orden social, el político no la puede estirar y moldear conforme a una prefijada línea, no la puede tratar con los instrumentos de grueso calibre aptos para la economía o las obras públicas. La cultura es casi espíritu puro, y ha de tratarse con la delicadeza y el respeto que se rinde a un ángel. Alear esta delicadeza y este respeto con la organización exterior y el decoro que ha de tener y con una orientación ortodoxa es tarea sutilísima, tarea que exige un sexto sentido especial. La dirección de la cultura desde el Estado, sobre todo desde un Estado tan magníficamente imperioso –a Dios gracias– como hoy es el nuestro, es una prueba para hombres dotados de condiciones sobresalientes, y una prueba también para los que estén dispuestos a ejercer, sin pedantería ni resentimiento, la función crítica.
El estiramiento y la inautenticidad que el excesivo peso de lo institucional, con la consiguiente desafección por lo humano, provoca en la cultura, se refleja, mejor que en la pura tarea investigadora –hasta cierto punto fría y mecánica– en el clima medio, en la especulación libre, en el fervor educativo, en todo lo que sea predominantemente amor y espíritu. La cultura tiene siempre dos alas: un ala de avances investigadores, cuyo vuelo gobiernan ante todo la inteligencia y el trabajo individuales, y un ala de ideas generales fervorosamente compartidas, cuyo vuelo gobiernan el alma cálida del maestro y la existencia de una auténtica vida universitaria. Si en ambas alas la atención excesiva por lo institucional es un lastre, en la segunda lo es muchísimo más, hasta el punto de poder vencerla y sofocarla casi completamente. Sin Universidad no hay cultura, y sin maestros y discípulos espiritualmente fundidos no hay Universidad, aunque haya organización y edificios. En el principio de la pedagogía está el amor, como en el principio de la cultura está el hombre. Sócrates nos recuerda continuamente esto desde su lejanía secular.
Ahora bien, sucede que los españoles ortodoxos han sido durante los últimos cien años extrañamente antisocráticos, extrañamente negados a la tarea educadora, en contraste con el espíritu fervoroso de los hombres de la Institución Libre y gente de parecida formación. El católico español, bajo su cáscara pétrea de casticismo –ya en otros lugares de esta revista se tocó el lema– permanecía anquilosado y retórico, andando a contrapelo de la Historia y, por tanto, sin esa conciencia viva de lo actual que es cualidad inseparable del gran educador. Tal espíritu castizo pasó de contrabando las fronteras del 18 de julio, donde tantos resabios viejos quedaron, y está teniendo en nuestros años su último despliegue. A él se debe sin duda en mucha parte la evidente atrofia del ala amorosa y colectiva de nuestra cultura y la creación de un clima social propio para la inflación de lo organizativo. El espíritu castizo, con su teoría de consecuencias (afición desmedida a exaltar lo propio, propaganda histórica a bombo y platillo, imposibilidad de ver la realidad sino revistiéndola de oropeles) colea por los claustros, colea como una lagartija bajo las piedras magníficas de nuestros Institutos y Universidades. Es una lastima que tanto y tan magnífico esfuerzo esté así tarado.
Acaso estas consideraciones sean inasibles para determinada especie de personas, demasiado poco arriscadas en quehaceres de cultura y fácilmente contentas con unos tomos de investigación y una cierta probidad general. Pero la cultura es, ante todo, un ser problemático, una turba de incitaciones y fervores, un trama delicada de ideas y esfuerzos bajo la que nunca se podrá, sin romperla, cambiar gato por liebre. Como a un nictálope, la hiere la luz cruda, el excesivo gesto, el alarde, el que se fuerce, aunque sea con la mejor voluntad, su propio paso. Esta es la servidumbre con que necesariamente paga su grandeza.
Resumiendo: es necesario que junto a lo institucional –y sobre ello– se cuide lo humano. Cuidar lo humano significa reencajar la cultura en su sitio. autentificarla, no ponerla en riego de elefantiasis y teatralismo, no jalearla como a un campeón atlético, no sobrestimar sus creaciones secundarias para tapar así la ausencia de creaciones primordiales. La cultura del espíritu, como la de la tierra, exige ante todo ahínco, humildad y paciencia.
Estos párrafos pretenden ante todo hacer luz, pero tienen también una evidente intención crítica. No la rehuimos de ningún modo, y creemos que nadie que sea honrado pueda rehuirla, aunque le afecte. Entre hombres honrados nos movemos. Más vale que todo esto conste aquí, en estas páginas que al menos tienen la pureza de ser jóvenes y de estar escritas por quienes llevan dentro el 18 de julio y la fidelidad al Caudillo, que no que ande, con formulaciones muy distintas y con intenciones bajos, en boca de los hipercríticos disidentes contra quienes habría por cierto que escribir alguna editorial más rotunda que ésta.
Alférez
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